En todo ese año no escuché la voz de mi madre. No recibí ni un mensaje de mi hermana. Tampoco de mi hermano. A veces pensaba que debería sentir vacío, dolor por ese silencio. Pero lo único que sentía era calma. Una tranquila bahía después de una tormenta interminable.
Recordé sus caras aquel día en la notaría: enfadadas, resentidas, llenas de odio. Nunca entendieron. No entendieron que no se trataba del dinero ni de los metros cuadrados. Era por los diez mil rublos para reparar el coche, que me negaron. Por el techo que no quisieron ofrecerme. Por la falta de humanidad que jamás mostraron.
Me acerqué a la ventana. La ciudad seguía viva, parpadeando con sus luces. En algún lugar estaban ellos. Irina, probablemente contando monedas tras el divorcio. Denís, buscando una nueva víctima para su vida ociosa. Mamá, quejándose ante las vecinas de su hija “desagradecida”.
Y yo estaba allí, junto a mi ventana. En mi apartamento. Con mi vida.
Y ahora, queridos lectores, quiero hacerles una pregunta. Tal vez la más importante de toda esta historia.
¿Qué habrían hecho ustedes en mi lugar? ¿Habrían contado desde el principio lo de la herencia? ¿Habrían intentado compartir, pese a su avaricia? ¿O quizá los habrían perdonado después de todo?
Yo hice mi elección. Fue difícil, pero fue la única correcta para mí.
¿Y cuál habría sido la suya?
Escríbanlo en los comentarios. De verdad quiero saber su opinión. Porque creo que todos tenemos, de algún modo, nuestra propia “casa” y nuestros propios “parientes”. Y tarde o temprano tenemos que decidir qué es más importante.
