Mamá empezó a colocar en la mesa los platos con la comida caliente.
—Basta ya de discutir. Nastia es una chica aplicada, se gana la vida por sí misma. No como algunos —lanzó una mirada significativa hacia Denís, pero él fingió no darse por aludido.
Mientras tanto, Irina sacó de su enorme bolso de cuero una caja.
—Mamá, esto es para ti. Un set de cosmética francesa. De la auténtica, no de la que venden en el mercado.
—¡Ay, Iroshenka, no deberías gastar tanto! —los ojos de mamá brillaron. Adoraba los regalos caros que le hacía su hija mayor.
—Bah, una tontería —Irina movió la mano con desdén—. Serguéi recibió una prima; podemos permitírnoslo.
Yo estaba allí sentada, mirando mi modesto paquetito. Le había comprado a mamá un cálido chal de pluma. De pronto imaginé cómo sería entregarle la llave de aquel apartamento. Cómo sus ojos se llenarían no de un falso entusiasmo, sino de auténtica, voraz alegría. Apreté los labios y alejé esa idea de golpe.
La cena transcurrió como siempre.
Irina presumía de su próximo viaje a Turquía, Denís insinuaba unos “proyectos grandiosos” que necesitaban inversión. Mamá se deshacía en elogios con ambos. Yo, en su mayoría, guardaba silencio.
De pronto, Stiópa, que corría por la sala con una pistola de juguete, se lanzó contra mí y derramó sobre mi vestido azul un vaso entero de compota de cereza.
—¡Ay! —solo alcancé a gritar.
Una enorme mancha carmesí se extendía por la tela.
—¡Stiópa, qué has hecho! —regañó Irina, aunque en su voz no había ni una pizca de arrepentimiento—. Bueno, qué le vamos a hacer, Nastia. Es un niño, no lo hizo a propósito. Luego lo lavas.
Ni siquiera se disculpó. Su hijo me miraba con descaro, sabiendo que no le pasaría nada.
Estaba allí, empapada, con el vestido pegajoso, sintiéndome sucia y humillada. Miré sus rostros: el de Irina, satisfecho; el de Denís, indiferente; el de mamá, enternecido mientras contemplaba a su nieto. Eran ajenos. Personas para las que yo no era más que un fondo, una fracasada, una eterna deudora por el simple hecho de existir.
Fue en ese momento, sentada con mi vestido arruinado y acompañada del runrún de sus voces vanidosas, cuando lo entendí definitivamente. No les hablaría del apartamento. Nunca. Porque una herencia no son solo paredes y techos. Es una prueba. Y ellos ya la habían reprobado, sin siquiera saber qué se preguntaba.
Me levanté de la mesa.
—Mamá, me tengo que ir. Gracias por la cena.
—¿Tan pronto? —se sorprendió.
—Sí. Tengo asuntos que atender.
Salí al rellano y cerré la puerta con fuerza. Detrás quedaban las risas, la fanfarronería y la mancha de compota. Y delante, un apartamento silencioso y vacío en el centro de la ciudad que me esperaba solo a mí. Por primera vez en toda la noche no sentí ansiedad, sino una tranquila y fría seguridad.
Habían pasado tres semanas desde aquella desastrosa cena. Seguía viviendo a caballo entre los dos sitios, pero ahora esas visitas nocturnas al apartamento de Kírova se habían convertido en mi desahogo. Empecé poco a poco a darle vida al lugar. Me llevé la vieja aspiradora de mi piso alquilado, limpié las ventanas para que entrara más luz en el salón. Compré una alfombra económica pero suave y acogedora, que extendí en el centro de la habitación principal. Sentada sobre ella, apoyada en el sofá, me sentía a salvo. Era mi refugio, mi fortaleza.
Una mañana, cuando me apresuraba a ir al trabajo, mi viejo coche extranjero, que ya había visto de todo, decidió que ya tenía suficiente. Arranqué el motor: tosió un par de veces y se apagó. Girar la llave no daba ningún resultado, solo el clic del motor de arranque. La batería estaba bien, así que el problema era serio.
Llamé a una grúa y mandé el coche a un taller de confianza al lado de casa. Un par de horas más tarde sonó el teléfono.
—Nastia, hola. Las noticias sobre tu coche no son buenas —dijo la voz familiar del mecánico, Víktor—. Se estropeó la bomba de combustible. Y además, con sus diez años encima, una manguera ya vieja reventó. La reparación costará unos diez mil rublos, quizá un poco más. ¿Lo hacemos?
En el bolsillo tenía tres mil rublos para sobrevivir hasta la nómina, que llegaría dentro de cinco días.
—Gracias, Víktor, te llamo luego —logré decir antes de colgar.
Diez mil. Para mí era una suma enorme. Siempre vivía de sueldo en sueldo, sin ahorros. Empecé a repasar mentalmente todas las opciones. Un micropréstamo del banco —pero luego tendría que pagar muchos intereses. Pedir dinero a mis compañeros —pero me daba vergüenza. Entonces recordé las palabras de la notaria: “No debes rendir cuentas a nadie”. Pero ahora no se trataba de dar explicaciones, sino de pedir ayuda. De una simple ayuda humana en una situación difícil. ¿Quizá estaba complicando las cosas? ¿Quizá me ayudarían?
Con el teléfono resbalando en mi mano sudorosa, marqué el número de Irina. El corazón me latía con fuerza.
—¿Sí? —su voz sonó irritada.
—Ira, hola, soy Nastia.
—Ah, Nastia. ¿Qué quieres? Los niños van tarde a su actividad, estoy en el coche.
Tomé aire profundamente.
—Tengo un problema serio. Se me ha roto el coche. En el taller dicen que la reparación cuesta diez mil. ¿Podrías prestarme hasta la nómina? Te lo devuelvo en cuanto cobre.
Al otro lado del teléfono reinó un silencio absoluto. Luego escuché cómo Irina murmuraba algo tapando el auricular con la mano.
—¡Serguéi! ¿Oyes esto? ¡Nastia pide diez mil! ¡Para el coche!
Después su voz volvió, clara y fría.
—Nastia, ¿tú sabes cuánto dinero se va ahora en los niños? Solo los cuadernos de ejercicios de Stiópa cuestan cinco mil al mes. ¿Y el inglés de Masha? ¿Y su mono nuevo? ¡Ha crecido y necesita otro! Cada kopek está contada. No tengo ese dinero libre. Lo siento.
Fue como si me arrojaran un cubo de agua helada. Cuadernos. Un mono nuevo. Tenía dinero para cosmética francesa para mamá, pero no para ayudar a su hermana.
—Lo entiendo, pero…
—Pero nada —me cortó bruscamente—. Tú tienes la culpa. Tendrías que haberte hecho taxista en vez de contable. Apáñatelas como puedas.
El clic del teléfono sonó como una bofetada. Me quedé sentada en la silla de la cocina de mi piso alquilado, mirando fijamente la pared. No había lágrimas. Solo vacío.
Marqué el número de mamá. Tal vez ella lo entendería.
—Mamá, hola.
—Nastiusha, ¿te pasó algo? Tienes la voz rara.
—Sí, mamá. El coche se averió, necesita una reparación urgente. Diez mil. ¿No podrías…? Te lo devolveré en cinco días.
Liudmila Petróvna suspiró pesadamente.
—Hija, yo solo tengo mi pensión. Acabo de pagarle a Denís sus cursos. Allí está haciendo contactos prometedores, tiene que lucir acorde. ¿No querrás que tu hermano acabe en la calle, verdad? Arréglatelas como puedas, cariño. Pide prestado a tus amigas. O pídele ayuda a alguien en el trabajo. No nos avergüences a los Románov con esas peticiones.
Me sentí físicamente mal. Para los supuestos cursos de Denís —que probablemente ni existían— sí había dinero. Para mí —“no nos avergüences”.
—Está bien, mamá. Ya lo entiendo.
—Aguanta, hija —dijo ella con un tono más cariñoso, y colgó.
No llamé a Denís. Era inútil.
Incliné la cabeza sobre la mesa. La superficie fría alivió un poco mis mejillas ardientes. En la boca tenía un sabor amargo: una mezcla de ofensa y de absoluta, total soledad. Ellos eran mi familia. Mis parientes de sangre. Y en el momento difícil se apartaron de mí, sin siquiera escucharme hasta el final. Para ellos eran más importantes los cuadernos de Stiópa y los míticos cursos de Denís.
