Y entonces, al levantar la cabeza, vi mi reflejo en la pantalla apagada del televisor. Un rostro distorsionado, ojos enrojecidos. Y algo hizo clic dentro de mí.
Ellos fallaron la prueba. No tendieron la mano. Pensaron solo en sí mismos.
Así que yo también tenía derecho a pensar en mí.
Me limpié la cara lentamente, me levanté y fui hacia el bolso. Del bolsillo secreto saqué aquella llave pesada. La apreté en la mano hasta que el metal se clavó en la piel.
El experimento comenzaba. Frío y desapasionado. Si no quieren ayudarme con diez mil, ¿qué harán cuando se enteren de un apartamento que vale millones?
Miré la llave. Ya no era solo la llave de un piso. Era la llave de la verdad. Y decidí usarla.
El plan tomó forma durante una noche de insomnio. Era cruel, pero ya no podía retroceder. Necesitaba verlo todo hasta el final. Saber de qué eran capaces esas personas cuando de verdad se les pidiera una gota de participación.
Empecé por poco. En nuestro chat familiar, donde solían reinar las fotos presumidas de los viajes de Irina y los elogios de mamá hacia los “logros” de Denís, escribí por primera vez en mucho tiempo:
«Hola a todos. Tengo algunos problemas. En el trabajo retrasaron el salario, quizá dos semanas. No sé cómo pagar el alquiler. Estoy muy nerviosa.»
Dejé el teléfono sobre la mesa y esperé, con el corazón golpeando como un pájaro enjaulado.
La primera en responder fue mamá.
—¡Nastiusha, pero cómo es posible! ¿No pudiste elegir una empresa más confiable? Hay que pensar. Aguanta, hija.
Ni una oferta de ayuda. Ni una palabra de apoyo. Solo un reproche disfrazado de consuelo.
Media hora después escribió Irina.
—Nosotros tampoco tenemos un céntimo. Sergio volvió a gastarse la prima. Así que no cuentes con nosotros.
Denís se limitó a enviar un emoji de una cara guiñando un ojo. Nadie más escribió. El chat volvió a quedar en silencio, como si mi mensaje no hubiera existido.
Era demasiado poco. Demasiado para la tormenta que yo llevaba dentro. Decidí subir la apuesta.
Esperé a la noche y llamé a Irina. Sabía que estaría sola: Sergio de pesca, los niños con su abuela paterna.
—Ira, hola —mi voz temblaba, y ese temblor no era fingido. Eran nervios de verdad—. Perdona que moleste. Pero estoy viviendo una auténtica catástrofe.
—¿Otra vez pasó algo? —su tono era cansado, irritado.
—Me despidieron. Hoy. Dijeron que por recorte de personal. No sé qué hacer. El alquiler vence en cinco días y no tengo ni un rublo. La casera dijo que si no pago, me echa a la calle. ¿Puedo quedarme con ustedes un par de semanas, hasta que encuentre trabajo? Seré silenciosa, ayudaré en casa, con los niños…
Guardé silencio, dejándole tiempo para absorber la mentira. Una mentira que me salía con sorprendente facilidad.
Al otro lado hubo un silencio espeso, opresivo. Oí a Irina respirar profundamente.
—Nastia, ¿estás loca? —logró decir por fin—. Aquí ya estamos apretados. Los niños en una habitación, nosotros en otra. ¿Dónde vas a meterte? ¿En la cocina? ¿En el pasillo? Y además, Stiópa tiene asma, necesita tranquilidad, no nervios ni gente de más. No. Es imposible.
—¡Pero soy tu hermana! —la verdadera desesperación se coló en mi voz—. ¡No tengo adónde ir!
—Eres una adulta y te comportas como una niña —me cortó, helada—. Pide un crédito. O vete a un albergue temporal. Arregla tus problemas sola. Yo ya tengo bastante con los míos.
Colgó sin despedirse.
Me quedé mirando el teléfono. Me temblaban las manos. Su negativa la había esperado. Pero esa indiferencia helada, ese “arréglate sola”… quemaban por dentro.
La siguiente fue mamá. Repetí la misma historia, con más lágrimas.
—Mamá, ¿puedo ir a vivir contigo? Solo un tiempo. Te lo ruego.
Liudmila Petróvna se alteró.
—Hija, sabes que mi corazón anda delicado. El médico dijo: total tranquilidad. Y tú, con estrés, llorando, preocupada… Me harás daño. Y además, Denís viene seguido, necesita una bahía tranquila. No, eso no puede ser. Mejor pídeselo a Irina, ella tiene más espacio.
—Ya se lo pedí. Me dijo que no.
—Bueno… entonces será por algo —murmuró incómoda—. ¿No tienes una amiga? ¿Ania, quizá? Ve con ella. Y yo… yo rezaré por ti.
Una oración. En lugar de un techo para su propia hija.
No llamé a Denís. En su lugar le envié un mensaje breve: «Den, me echaron del trabajo. Pronto me desalojan del piso. ¿Me recibes unos días?»
La respuesta llegó casi al instante. Ni llamada, ni palabras de consuelo: solo un mensaje seco.
«Estoy fuera de la ciudad. Por tiempo indefinido. Arregla tus asuntos.»
Dejé el teléfono sobre mis rodillas. Tenía la boca seca. El experimento había terminado. Los resultados eran incluso peores de lo que imaginaba. Ni una mano tendida, ni una palabra de apoyo. Solo excusas, reproches e indiferencia.
Me acerqué a la ventana de mi pequeño apartamento alquilado y miré los patios grises. En algún lugar de allí, en pleno centro, estaba mi casa. Mi verdadera casa. Silenciosa, vacía y esperándome.
Me giré despacio, tomé el bolso y empecé a hacer la maleta. No todo, solo lo esencial. Un par de vaqueros, suéteres, ropa interior, libros. Coloqué todo en dos grandes bolsas deportivas.
Luego escribí mi renuncia voluntaria. La envié por correo electrónico al jefe. No podía seguir trabajando; necesitaba tiempo. Tiempo para comprender todo lo que había pasado.
Al anochecer estaba en la puerta de mi piso en Kírova. Metí las bolsas dentro, cerré la puerta con todos los cerrojos y giré la llave. El clic fue definitivo. Separaba un pasado de otro.
Fui al salón, me senté en la alfombra apoyando la espalda en el sofá, como me gustaba, y abracé las rodillas. En el enorme y silencioso apartamento solo se oía mi respiración.
