Recibí un apartamento como herencia y no se lo conté a mi familia. Vi su verdadero rostro.

Las lágrimas rodaban por mis mejillas, pero esta vez no eran de ofensa ni de desesperación. Eran lágrimas de liberación. Amargas y purificadoras.

Me habían dejado sola. Me habían arrojado, según ellos, a la peor de las situaciones. Pero no imaginaban que en realidad me habían dado el mayor regalo: libertad plena y absoluta. Libertad de ellos.

Ya no era Nastia, la eterna perdedora. Era Anastasia Románova, dueña de mi vida y de mi destino. Y esto era solo el comienzo.

Pasaron dos meses. Dos meses de silencio. Desaparecí por completo de su radar. Apagué mi número, borré mis redes sociales. Vivía en mi apartamento como en un capullo, volviendo poco a poco a la vida. Me inscribí en cursos online de diseño de interiores, algo con lo que siempre había soñado.

Compré un sofá cama sencillo pero cómodo y lo puse en la habitación más pequeña, convirtiéndola en un despacho acogedor. No gastaba la herencia, vivía de mis modestos ahorros, estirándolos al máximo.

Un día decidí que era hora de añadir algo de confort al salón. Pedí por internet un sofá grande y mullido. Era caro, pero me permití ese lujo: mi primer regalo verdadero de mí para mí.

Lo entregaron y lo colocaron junto a la pared frente a la ventana. Era magnífico. Me senté en él, acaricié la tela con los dedos y sonreí. En ese arrebato de alegría no noté cómo un largo recibo cayó del bolsillo de mi chaqueta y rodó bajo el sofá.

Al día siguiente era festivo. Me puse a limpiar cuando llamaron a la puerta. Me puse alerta. Nadie sabía mi dirección. Me acerqué a la mirilla.

En el pasillo estaban Irina. A su lado, mamá. Y Denís. Todos con expresiones tensas y furiosas.

El corazón me dio un vuelco. ¿Cómo me habían encontrado?

Abrí la puerta despacio, dejando la cadena puesta.

—Hola —dije en voz baja.

Irina empujó la puerta con fuerza, y la cadena se rompió de un tirón.

—¿¡Hola!? —su voz era aguda, chillona—. ¿¡Qué significa esto, Nastia!? ¿Eh? ¡Tú, que renuncias al trabajo, que desapareces, que casi nos vuelves locos! ¡Y tú aquí, viviendo en un palacio!

Entraron en el recibidor, mirando a su alrededor con una mezcla de codicia y rabia.

—¡Mamá, mira! —gritó Irina, señalando el parqué, la escayola del techo—. ¡Escayola! ¡Parqué! ¡Y nosotros preocupándonos!

Liudmila Petróvna estaba pálida, los labios le temblaban.

—Hija… ¿qué es esto? ¿De quién es este piso?

—Mío —respondí suavemente.

En ese instante, de la sala salió corriendo Masha, mi sobrina. Se había escabullido detrás de los adultos.

—¡Mamá, mira qué sofá! ¡Como de princesa! —susurró con su ceceo y me señaló con un papel arrugado en la mano—. ¡Y encontré un recibo! ¡Tiene una cifra con muchos ceros!

Irina le arrancó el recibo de la mano. Sus ojos se agrandaron.

—¿Ciento setenta mil? ¿Por un sofá? —silbó entre dientes, acercándose a mí casi pegada.

En ese momento intervino Denís:

—¿Y si demostramos que ella influyó en la tía? ¿Que ese testamento es inválido?

—Demuéstrenlo —repliqué con frialdad—. En el juzgado. A propósito del juzgado: la visita de ayer con amenazas e intento de agresión quedó grabada en la cámara de seguridad que instalé hace unos días. También tengo audios de sus negativas a ayudarme cuando me vi en una situación difícil. Estoy preparando una demanda por daños morales.

Los rostros de mis parientes palidecieron. Mamá se llevó la mano al corazón:

—¿Vas a demandar a tu propia madre?

—A personas que decidieron que podían insultarme y amenazarme sin consecuencias —la corregí—. Ustedes mismos eligieron ese camino.

Irina Serguéievna añadió:

—Como notaria debo advertirles: sus perspectivas para impugnar el testamento son prácticamente nulas. En cambio, una demanda por protección del honor y la dignidad sí tendría fundamentos muy sólidos.

—¡Nos mentiste, desgraciada! —aulló Irina—. ¡Suplicabas, lloriqueabas que no tenías dinero! ¿Y con qué compraste todo esto, eh? ¿Con la herencia? ¿De la tía Masha?

Denís silbó, recorriendo el piso con la mirada.

—Vaya “chabola”… ¿Y todo esto que es de la familia te lo apropiaste tú sola?

—Es mío —intenté decir, pero la voz se me quebró.

—¿Tuyo? —rugió Irina—. ¡Es nuestro! ¡Es la herencia de nuestra familia! ¡Y tú, víbora avara, te lo has pasado todo a tu nombre! ¡Tenías que haber compartido! ¡Devuelve la deuda de honor!

Me agarró del hombro y me sacudió con fuerza. Olía a su perfume caro y a rabia.

—No les debo nada —me solté, retrocediendo hacia el salón—. Es mío por testamento. Váyanse.

—¿Cómo que “váyanse”? —chilló mamá, y por primera vez vi en sus ojos no preocupación, sino una codicia pura y desnuda—. ¡Te criamos, te vestimos, te alimentamos! Y tú… ¡tú nos abandonaste en el momento difícil! ¡Este piso tiene que ser nuestro! ¡No te lo mereces!

—¡Exacto, nuestro! —secundó Denís—. Aquí vamos a repartir todo a partes iguales. ¿O crees que te lo vamos a dejar así como así?

Me rodearon como una manada de lobos. Sus caras, antes familiares, ahora estaban deformadas por la furia y la avaricia. Sentía las piernas flojas, los pulsos golpeándome en las sienes.

—No los dejaré pasar —dije intentando mantener la voz firme—. Esta es una propiedad privada. Salgan, o llamaré a la policía.